16 ago 2013

La desconocida más famosa del mundo

Se dice que el Diario de Ana Frank es, después de la Biblia, el libro más leído de la Historia. Millones de personas recuerdan con nitidez la lectura de esta obra y pueden asimismo identificar la cara de la niña flaquita que comenzó a escribir esas páginas.

Sus fotos son casi tan emblemáticas del Holocausto como el propio Diario.

Pero en realidad, a la adolescente casi adulta que escribió Het Achterhuis -"El secreto", título en neerlandés original con el cual deseaba publicarlo su autora-, a esa joven escritora ya casi mujer, no le conocemos el rostro. Sí cómo era de colegiala, cuando aún podía concurrir a la escuela y tener una vida en el mundo exterior. Porque su padre Otto la retrataba con entusiasmo practicando con una Leica el hobby de la fotografía.

Una investigación recién publicada de Francine Prose se centra en la Ana Frank escritora, realizando aportes novedosos.


Memoria del verdugo

El austríaco Karl Josef Silberbauer fue el agente de la Gestapo que dirigió el allanamiento de la casa camuflada tras los almacenes de la empresa Opekta. Descubriría con asombro que los escondidos que detenía llevaban dos años allí. Ocho judíos, entre ellos tres adolescentes: Margot, Peter y la propia Ana.

Luego de la guerra, como tantos, este hombre que había hecho la vista gorda con la salvadora Miep Gies -por ser austríaca como él- se deslizó silenciosamente en la sociedad vienesa. Al igual que Alemania, la Austria independiente absorbió numerosos nazis que se reconvirtieron a la "normalidad", anónimos hombres grises que no hablaban jamás de su pasado. Cuando por fin el "cazador" Simon Wiesenthal dio con él en 1963, Silberbauer trabajaba como policía y era inspector subalterno. Uno más. Fue detenido e investigado, pero finalmente liberado.

Lo salvó la declaración de Otto Frank. Dijo que el agente de la Gestapo había "cumplido con su obligación y se había portado correctamente". Otto Frank ha sido acusado de "perdonador": es que el hombre que dedicó su vida a la posteridad del libro de su hija, argumentaba a menudo que por más cárceles que hubiese para los perpetradores nada le devolvería la vida de su amada Ana.

Otto mantuvo en su memoria una escena extraña. Cuando Silberbauer, en el ático, vigilaba que los judíos apresados cumplieran su orden de preparar el equipaje (mientras sus subalternos revolvían todo el anexo para encontrar dinero, joyas y demás objetos de valor), vio que Otto sacaba de debajo de la cama un baúl militar. Frank, como judío alemán, había combatido en la Primera Guerra Mundial y obtenido una cruz de hierro. Al reconocer el baúl, el agente de la Gestapo se sorprendió, como si comprendiera que, cuando él había sido un soldado raso, ese hombre que estaba ahora deteniendo habría podido ser su superior. Otto creyó ver que el hombre se cuadraba, como su ética militar lo indicaría.

Pero Silberbauer no los perdonó de la deportación. Primero fueron conducidos a una cárcel, luego al campo de tránsito de Westerbork, para partir en el último transporte que salió a Auschwitz.

Pueden imaginarse los sentimientos de Silberbauer cuando en el mundo comenzó a circular con éxito exponencial el libro de esa adolescente que él mismo había apresado: el diario de una judía traducido a tantos idiomas, entre ellos al alemán. Cuando declaró ante la justicia y recordó el allanamiento, dijo que la chica que él identificaba como Ana era muy bonita y más grande, más mujer que aquel rostro de niña famosa por las fotos.

Madurar bajo presión

La versión corregida y ampliada de ese texto epistolar dirigido a Kitty fue cuidadosamente producida por su joven autora entre mayo y el 1º de agosto de 1944, última fecha anotada en el Diario. El 4 de agosto la Gestapo irrumpiría en el ático de los escondidos y con ello se pondría un violento punto final a los escritos de Ana.

El lugar común dice que Ana llevaba su diario en un cuaderno con tapas de tela -a cuadros color naranja y canela-, un regalo de cumpleaños que le hizo su padre. Ello muestra la infantilización sistemática a que se ha sometido a su autora. Porque ese cuaderno justamente contenía lo que Ana no quería publicar de ese modo. Cuando lo releía, se asombraba de la niña que había sido y de cuánto había madurado en aquellos dos años de encierro.

Al subir al ático Miep Gies luego de que la policía abandonara Opekta, vio caóticamente desordenado el hermoso escondite tantas veces alabado por Ana en su Diario. Enseguida reparó en el cuaderno y una gran cantidad de hojas sueltas. Estaban en el suelo, desparramados. Miep identificó los escritos de Ana y se los llevó para su escritorio. No los quemó. Los guardó sin leerlos, y solo los sacó de su lugar cuando Otto, sobreviviente de Auschwitz, se entrevistó con una chica que había sido testigo de las horribles muertes de Ana y Margot en el barro del campo de Bergen-Belsen. Entonces sí, Miep puso el Diario en manos de aquel padre.

Esta historia tan conocida pasa por alto que había una gran cantidad de hojas que no eran del cuaderno a cuadros. Ana no solo escribió en ese típico diario de niña-púber, sino también en un cuaderno escolar de tapas negras, en otro de contabilidad de la empresa, y en hojas sueltas que Miep le conseguía a pesar de la escasez de papel. Escribió cuentos y el proyecto de una novela casi policial que no era meramente un registro del día a día.

Había comenzado, sí, con cartas púberes a Kitty, pero ahora había una nueva versión. La proliferación de textos que Ana produjo en los dos años de encierro (hasta once horas diarias de escritura), manifiesta una voluntad férrea de hacerse escritora a pesar del miedo. Ella condicionaba a sobrevivir el hecho de convertirse en escritora. El futuro, si lo había, ya estaba elegido. Su Diario sería la base de un libro: para ello retomó todo lo escrito hasta mayo de 1944, lo pasó en limpio, le quitó fragmentos y le agregó otros, transformó las frases, cuidó el estilo, presentó las escenas y las acciones de un modo mucho más consciente e inteligente.

La perspectiva del tiempo le daba ventajas: al saber cómo se desencadenarían los hechos posteriores pudo darles otra perspectiva que cuando eran un mero presente. Dos años en la vida de una adolescente son una gran cantidad de tiempo, de cambios hormonales, como si fuera el momento en que el cerebro está más activo y con más capacidad de aprender. En esos dos años, Ana -que no podía hacer el menor ruido durante horas para no ser descubiertos por los obreros del almacén-, había leído horas enteras, había estudiado lenguas y mitología griega, y sobre todo, había escrito tanto que a esa altura era una maestra de su propio estilo.

Así surgen las distintas versiones del Diario escritas en la caligrafía de una Ana Frank mutante a través del tiempo: la versión a), que escribió desde los trece años, la versión b), que fue corregida y pasada en limpio, y la versión c), que fue la que Otto Frank compuso en base a los dos manuscritos, intentando conservar la mayor cantidad de texto posible. Luego hubo de recortarlo ante las exigencias de los editores, que pensaban que un volumen tan largo no se vendería. En 1995 se editó una versión "definitiva" que combina la versión a) y b), publicando fragmentos censurados ya por Ana, ya por Otto.

El párrafo donde Ana Frank describe los genitales femeninos, previa inspección de los suyos propios ayudada por un espejo, no fue censurado por Otto como habitualmente se cree, sino por la propia Ana en la versión b). Quizás, ya que estaba componiendo un libro con destino a su publicación, el riesgo personal de tal franqueza era mucho.

Ana no cambió el formato epistolar dirigido a Kitty, el fantasma solitario que tanto ha dado que hablar. ¿Quién es Kitty? Puede ser un amigo imaginario, o un personaje de novela para niños que gustó a la gran lectora niña que había sido Ana Frank. Tal vez no sea más que eso que define su autora, una receptora de todo lo que los demás no tenían interés en escuchar. Como toda chica de trece años, se sentía sola e incomprendida. O quizás Kitty fuera el público inmenso que ha venido leyendo el Diario durante décadas, un público de lectores que Ana de algún modo presintió. Uno de los grandes hallazgos del Diario de Ana Frank es que está escrito dirigido a un tú, en lugar del yo gigantesco que planea en los diarios íntimos comunes. Ese tú es clave para generar esa gran empatía del lector hacia la narradora y personaje.

Más que un testimonio

Francine Prose subtitula su larga investigación así: "La creación de una obra maestra". Está convencida y demuestra con argumentos que el Diario no es simplemente un texto de una niña prodigio, o un documento sin igual del Holocausto -lo que incluso ha sido debatido- sino que también es una sólida obra literaria.

La estudiosa se pregunta en su frondoso y perspicaz libro si es posible dar el rótulo de obra maestra a un texto escrito a los quince años. Trae a colación artistas muy precoces. Y sí, efectivamente, Rimbaud fue un genial poeta adolescente. Mary Shelley también lo era cuando concibió Frankenstein. Pero Ana Frank nunca pasó de los quince años ni revolucionó la poesía ni inventó la ciencia ficción.

Sin embargo, Prose insiste en que es la calidad de la obra de Ana Frank un factor esencial para que el libro tuviese la impronta imborrable que en sus lectores logró. Esa posteridad literaria surge no solo de las condiciones trágicas en que se escribió, sino por esa voz peculiar y arrolladora en cada una de sus palabras.

En ocasiones Ana da la impresión de ser consciente de estar escribiendo algo singular. Los escondidos se hallan reunidos alrededor de la radio escuchando con avidez las transmisiones que llegan desde Inglaterra para conocer el avance de los aliados; un ministro holandés anuncia que, una vez ganada la guerra y recuperada la libertad, el gobierno publicará los escritos que testimonien el amargo trance que ha significado para Holanda la ocupación nazi. "Naturalmente", todos miran hacia Ana.

El anexo era un lugar muy pequeño donde debieron compartir ocho personas un reducido espacio día y noche. La imagen de Ana escribiendo debía ser muy fuerte para el grupo: sabían que ella estaba expresando allí lo que sucedía con cada uno de ellos. A veces la autora había compartido partes de su contenido con Margot, por ejemplo.

A partir de esa noche de radio, Ana se propuso corregir todo lo escrito con el objetivo de publicar un libro. Con total convicción expresa que, si sobrevive, querrá ser escritora y que, en caso de fracasar como tal, siempre podrá vivir de su pluma como periodista. Mientras que Margot sueña con emigrar a Palestina al acabar la guerra y convertirse en partera, y Peter se propone emigrar a las Indias Orientales para emprender un negocio -previa conversión al cristianismo, ya que siente que ser judío es una desgracia-, en cambio la Literatura es el sueño de Ana.

También anhela viajar a París o a Londres. Ser escritora y vivir en estas capitales culturales se llevan bien. Incluso en una ocasión intentó convencer a Miep Gies de que presentara sus cuentos para ser publicados en algún periódico, con seudónimo, a lo que Miep se negó por lo peligroso que podía resultar.

Con Auschwitz tiñendo sus sueños -es espeluznante la pesadilla recurrente en la cual Ana ve, delgada y palidísima, a su amiga Hanneli Goslar, pidiendo ayuda, en un campo de concentración-, Ana Frank quería ser escritora. Y a los quince años estaba haciendo lo que todo escritor joven se propone: intentar ver sus escritos en letra de molde. Un gran desasosiego le llega cuando los escondidos, llenos de paranoia por los ladrones en el almacén, meditan cuán peligroso es el Diario de Ana, quien ha registrado en él nombres, carniceros de confianza, verduleros, familiares de sus salvadores, etc. El grupo baraja la idea de quemar el Diario, como cualquier clandestino hace con papeles comprometidos: Ana se aterra.

Otra crisis sobrevino cuando, estando escribiendo Ana sobre la mesa, se cayó un jarrón con claveles y el agua empapó las hojas anotadas. La posibilidad de que se borrara su obra literaria la puso en tal estado de caos y confusión que incluso empezó a barbotear palabras en alemán, lengua censurada por las normas del anexo secreto. (Los tres jóvenes del Anexo no tenían la menor necesidad de usar el alemán, pues el holandés ya era su lengua materna).

Pero la gran batalla de Ana por su condición de escritora la libra por una mesita contra el dentista que ella llama Dussell. Con este hombre, un cincuentón, el último en arribar al escondite, la adolescente Ana tuvo que compartir una pequeña habitación. Uno se pregunta cómo los padres de Ana no se percataron de la profunda turbación de una chica al intimar con un extraño. En ese lugar a Ana le llega la menstruación, siente crecer sus pechos y tiene sueños cargados de erotismo. Prose señala que esta necedad por parte de los padres de Ana se debió a que la veían mucho más niña de lo que en verdad era. Cuando el dentista exige la mesita del cuarto para estudiar ciencia y escribir cartas a su novia, Ana libra una lucha a brazo partido por tener ese espacio destinado a su Literatura. La mediación de Otto consigue que la mesa se comparta, pero a Ana solo le corresponderán dos horas en ella.

Quizás los comentarios despectivos del dentista acerca de los escritos de una niña no fueran solo propiedad de él. De hecho, cuando Otto Frank recibió de manos de Miep los papeles de Ana -una vez que el padre confirmó que su hija ya no volvería de los campos de la muerte-, leyó encerrado durante horas el Diario, pidió que nadie lo interrumpiera, y una vez terminada la lectura explicitó que él no sabía quién era verdaderamente su hija: Ana, para el padre, había sido hasta entonces una desconocida.

Tampoco supieron quién era Ana los adaptadores de Broadway y Hollywood, cuando en 1955 y 1959 respectivamente construyeron a través de una obra de teatro y una película una Ana infantilizada, naif, que cree sobre todas las cosas en la bondad humana, una chica pizpireta que poco tenía que ver con la joven mujer de extrema agudeza y gran determinación que legó a la Humanidad ese libro.

ANA FRANK, LA CREACIÓN DE UNA OBRA MAESTRA, de Francine Prose. Duomo, 2011. Barcelona, 325 págs.

http://www.elpais.com.uy/cultural/desconocida-mas-famosa-mundo.html